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Los estragos de la rutina

Esta mañana, mientras viajaba en el autobús camino del trabajo, he reflexionado en torno a dos palabras: puntualidad y glamour.

Voy a pasar por alto la mueca de incredulidad que, seguro, se ha dibujado en tu rostro al leer que me atribuyo la posibilidad de razonar detenidamente. Es cierto que no soy muy dado a las consideraciones meditadas, que me muevo más por impulsos o deliberaciones precoces (creo que ya han sacado la pastilla para esto…), pero esta mañana, no sé porqué, le he dedicado un poco de tiempo a cavilar sobre estos términos. Quien dice un poco dice unos minutos, tampoco te vayas a pensar que he estado ahí dándole al coco durante horas… En mi favor puedo argumentar que llevar la mitad del culo suspendida en el aire no ayuda mucho cuando se trata de meditar sobre un asunto trascendental. ¡Ya me extrañaba a mí que en plena hora punta madrileña hubiera un asiento libre reclamando mi inmerecido descanso matinal! El justo castigo a mi vagancia llegó en forma de señorita (o señora), de volumen no demasiado exagerado, que utilizaba a modo de diván freudiano tanto su espacio como gran parte del que yo pretendía ocupar. Como habrás adivinado, nada más sentarme inicié las pertinentes maniobras de presión que me llevaran reconquistar un territorio del que creía ser merecedor. Pero nada, la joven (¿o no?) había fundido su cuerpo a los asientos y era indiferente a mi sorda intimidación

¿Qué iba yo a contar? Ah sí, puntualidad y glamour. No tienen nada que ver, lo sé, pero es en lo que estaba liada mi neurona mientras yo encontraba un nuevo sentido práctico a la partición del trasero humano…

Puntualidad es sinónimo de exactitud, de precisión. Es un convencionalismo imprescindible si queremos coincidir en un mismo plano espacio temporal con otros seres de nuestra especie… pero a mí me revienta. Es un término que me persigue… y que nunca me alcanza. La revelación me ha llegado en forma de conductor de autobús: nada más ver el que me iba a llevar hasta el trabajo esta mañana me he dado cuenta de que se trata de una especie tremendamente diversa; son muchos y diferentes. Sí, vale, todo este rollo para decir que nunca coincido con el mismo conductor, ergo soy incapaz de repetir de forma cotidiana el momento exacto en el que cojo el autobús (ni el instante ni la franja horaria, todo hay que decirlo).

En fin no se puede ser perfecto. Por eso mismo he cambiado el tema central de mi abstracción mental y me he puesto a recapacitar sobre el glamour. ¿Y por qué? Sencillo, me he acordado de una persona que para mí encarna a la perfección ese concepto: Miguel Bosé. Sí, en serio. El elegante desdén con el que desarmó, durante su rueda de prensa, a un supuesto reportero que pretendía montar un grosero espectáculo, me pareció magistral. Sin duda su polifacética figura me ha parecido siempre hechizante y la dignidad con la que defiende sus discutibles propuestas musicales, fascinante. No voy a calificar sus a menudo sectarias opiniones políticas (uy, ya lo he hecho), ni a valorar su espontanea ambigüedad, pero sí quiero glorificar desde aquí su figura… Vale, me he pasado; ya se había bajado la “joven”, mi culo había recobrado la unidad y me dejé llevar por la euforia de una aparente comodidad.

En fin, mañana me pondré el gorro que este frío está haciendo estragos en mi neurona…

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