A nada que bucees por el blog te darás cuenta de que el altruismo no se encuentra en los primeros puestos de mi lista de virtudes. Bastante tengo con procurarme el bien propio como para pensar en el ajeno. Sin embargo, quizá motivado por algún tipo de trastorno transitorio o debido a una crisis de identidad disociativa (a mí no me mires, yo tampoco sé lo que es), lo cierto es que durante unos meses he estado colaborando con una revista de ámbito local que, sin mediar compensación económica alguna, ha tenido la falta de pudor y criterio necesarios como para publicar la serie titulada “Cuentos diletantes: conversaciones con mi neurona”.
Con una desvergüenza propia sólo de aquellos que se saltan a la torera cualquier muro de prevención construido en base a la falta del más mínimo atisbo de sentido común, recogí el capote que incautamente me brindaron para ofrecer impresos todo tipo de irreflexivos quites (sin muleta, no sea que me pinchara), que si bien no levantaron ovaciones, cumplieron con el siempre sano objetivo de completar un planillo y apoyar la iniciativa empresarial de otros, por su puesto.
La ocurrencia no hubiera pasado del grado de disparate si no hubiese sido porque la encomienda debía circunscribirse y, por tanto, versar, sobre un asunto concreto (atentos, que después de los dos puntos viene lo mejor): la cultura. Sí, como lo lees, durante varias semanas he estado pariendo insensateces sobre un tema que no sólo desconozco (cosa bastante habitual) sino que me provoca sopor. No obstante, en un alarde de sinceridad impropio de mí, he de reconocer que disfruté, al comprobar –una vez más- hasta qué punto enardece la ignorancia.
Y como yo no soy de despilfarrar y lo que se lleva últimamente es el sadismo, he decidido, sin necesidad de plebiscito –como los grandes temas de la nación-, replicar en este entorno digital el resultado de esta delirante aventura; eso sí, poco a poco, no vaya a ser que un aluvión repentino de sandeces te provoque daños irreparables.
Por si acaso, ponte casco…